Entre las representaciones artísticas de San Francisco de Asís, podemos encontrar algunas donde lo vemos acompañado por un lobo. ¿Sabías que esto se debe a un particular milagro? Aquí te contamos la historia del Lobo de Gubbio.

En el Capítulo XXI de las Florecillas de San Francisco, se narra cómo el santo logró domar al feroz animal.

La ciudad de Gubbio (Italia) se encontraba asediada por un lobo que devoraba los animales y atacaba a los humanos, al punto que los habitantes debían salir de la ciudad armados, como si fueran a la guerra.

San Francisco, conmovido por el sufrimiento del pueblo, decidió ir al encuentro del lobo, al que le hizo la señal de la cruz y le dijo: “¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie”.

Sorprendentemente, el animal dejó de correr y se acercó a San Francisco mansamente, echándose a sus pies. Entonces, el santo le dijo:

“Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre ti y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros”.

El lobo, ante estas palabras, bajó la cabeza, en señal de aceptar el trato que ofrecía San Francisco. El santo entonces le indicó:

“Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesitas mientras vivas, de modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?”.

El lobo volvió a inclinar la cabeza. Entonces, San Francisco le tendió la mano para sellar la promesa, el animal levantó la pata delantera y la puso mansamente sobre la mano del santo. San Francisco le dijo: “Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios”.

Ambos marcharon hacia la ciudad en medio del asombro de los habitantes. En la plaza, San Francisco predicó:

“Dios permite tales calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto más de temer no será la boca del infierno”.

“Terminado el sermón, dijo San Francisco: Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el acuerdo de paz. Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente”.

“Y San Francisco dijo al lobo delante de todos: Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna?”

El lobo se arrodilló y bajó la cabeza, dando a entender su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo.

“Añadió San Francisco: Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo”.

En ese momento, el lobo alzó la pata derecha y la puso en la mano de San Francisco.

“El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco”.

Pintura del Lobo de Gubbio de Luc-Olivier Merson. Créditos: Dominio público.

¿Conocías esta historia?

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