San Pablo Miki y sus compañeros fueron martirizados el 5 de febrero de 1597 por el emperador de Japón. Cada 6 de febrero la Iglesia nos invita a recordar el testimonio de estos valientes evangelizadores que dieron su vida por amor a Cristo. 

La importante labor de los Jesuitas

El cristianismo llegó a Japón a mediados del siglo XVI en el contexto de expansión hacia el Oriente de España y Portugal, entonces potencias europeas. Sin embargo, la obra evangelizadora tuvo un quiebre con San Francisco Javier, un sacerdote de la Compañía de Jesús.Tan importante fue la labor de los jesuitas, con sus métodos de evangelización que respetaban las formas de vida tradicionales que no contradecían el Evangelio, que la Compañía obtuvo el respeto de las autoridades políticas del Japón para continuar la evangelización.

Fue en ese contexto de un cristianismo floreciente en que nació en 1564 San Pablo Miki. Proveniente de una familia rica, pudo acceder a la educación en un colegio jesuita. Su amor a Jesús lo llevó unirse a la Compañía y comenzó a predicar. 

Evangelizadores hasta la muerte

Pero la paz no duró para siempre. Hacia fines de siglo, por circunstancias políticas, el emperador Toyomi Hydeyoshi cambió de parecer respecto al catolicismo y expulsó a los evangelizadores. Sin embargo muchos decidieron quedarse, entre ellos algunos franciscanos y San Pablo Miki y sus compañeros, pero fueron apresados.

A partir de allí sufrieron un castigo digno de la Pasión de Cristo. Los veintiséis fueron llevados a pie por cientos de kilómetros al pueblo de Nagasaki y recibieron todo tipo de oprobios en el camino. Sobre un monte que pretendía mostrar a la población el futuro de todos aquellos que no renunciaran a la fe en Cristo, aquel intento de intimidar a la población se convirtió en el escenario de unos de los mayores testimonios de amor a Jesús en la historia de Oriente. San Pablo Miki y sus veintiséis compañeros fueron crucificados el 5 de febrero de 1597.

Casi tres siglos después, todos ellos fueron canonizados en 1862 por el papa Pío IX.

¡Jesús, danos la valentía de estos santos!

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