En septiembre de 2025, la revista italiana Vita.it publicó una entrevista exclusiva con la niñera que cuidó de Carlo Acutis durante sus primeros años de vida. En la conversación, recuerda momentos de la infancia del santo y cuenta cuál fue su papel en la relación de Jesús con aquel niño tan especial.
En el corazón de la infancia de san Carlo Acuti, había una mujer sencilla, proveniente de un pequeño pueblo de Polonia, que lo ayudó a dar sus primeros pasos no solo en la vida, sino también en la fe.
Su nombre es Beata Anna Sperczyńska. Hoy trabaja como ejecutiva en Nueva York (Estados Unidos), pero durante tres años fue la niñera que cuidó de Carlo en Milán (Italia), cuando él tenía entre dos y cinco años de edad.
Fue con ella que el pequeño santo aprendió su primera oración en polaco: el “Ángel de Dios”.
“Aniele Boży, stróżu mój…” (“Ángel de Dios, mi guardián…”).
Beata recuerda:
“Todas las noches él recitaba esa oración como si fuera una canción de cuna. Luego dormíamos en la misma habitación, y yo sentía que el Cielo nos miraba”.
“Carlo me escogió”
Beata tenía apenas 21 años cuando llegó a Italia en 1993. Viajó en busca de trabajo, pero encontró una misión.
Por casualidad, o por providencia, fue contratada por los abuelos de Carlo para cuidarlo durante las vacaciones. Poco después, los padres del niño, Antonia Salzano y Andrea Acutis, la invitaron a vivir con la familia en Milán.
“Sentí que él me escogió. Fui la primera persona que le habló de Dios. Carlo no sabía quién era Jesús, y desde entonces, nunca más dejó de buscarlo”.
En una ocasión, cuenta Beata, llevó a Carlo a la iglesia de Santa Maria Segreta, la misma donde años después se celebraría su funeral.
“Encendimos una vela y le hablé sobre Jesús. Cuando regresamos, Carlo contó todo a sus padres, que se mostraron preocupados, pues aún no eran practicantes. Entonces les dije que no lo haríamos más.
Pero al día siguiente, él me dijo: ‘Bea, no puedo dejar de visitar a mi amigo. Ese será nuestro secreto’”.
El secreto, claro, no duró.
“Carlo volvió a casa contándolo todo, ¡feliz! A partir de ese día, nunca más pasó un solo día sin entrar en una iglesia”.
La fe en las cosas simples
Beata cuenta que solía quitarse los zapatos con el niño y caminar sobre el césped mojado de los jardines de Pagano, en Milán:
“Le decía que la naturaleza es un regalo de Dios, y que caminar descalzos nos recordaba que somos parte de la creación”.
Por las noches, ambos rezaban el Rosario. Carlo usaba un pequeño rosario de diez cuentas que sostenía al quedarse dormido.
“Por la mañana encontraba el rosario sobre la almohada”, recuerda sonriendo.
“¡Bea, es el collar más lindo del mundo!”
Hay una escena que Beata nunca olvidó:
“Fuimos a una fiesta de cumpleaños. Yo llevaba mi rosario al cuello, y algunas madres se rieron de mí. Avergonzada, lo escondí bajo la camisa. Carlo lo notó y me dijo: ‘Bea, ¡es el collar más lindo del mundo! ¡No lo escondas nunca!’”.
“Hasta hoy, cuando pienso en eso, me conmuevo. Él apenas tenía cuatro años, pero ya veía las cosas con pureza y valentía”.
“Él me hizo madurar”
Beata dejó la casa de la familia en 1996, cuando se casó.
“Fue doloroso. Él lloró mucho. Yo también. Pero el amor entre nosotros permaneció”.
Incluso después, siguió visitando a Carlo y a sus padres, y el niño jugaba con su hijo, Konrad.
“Él creció, pero no cambió. Continuaba alegre, curioso y lleno de luz”.
Hoy, tantos años después, Beata ve al pequeño que un día cuidó convertirse en santo:
“Me siento escogida. Carlo forma parte de mi vida, y le doy gracias todos los días. Sé que él continúa cerca de mí. Su canonización es apenas el comienzo de una historia extraordinaria”.
El primer testimonio de fe
Tal vez nadie hubiera imaginado que aquel pequeño niño que aprendió a rezar en polaco junto a su niñera se convertiría en uno de los santos más queridos de la generación digital.
Pero como dijo la propia Beata, con voz serena:
“La santidad de Carlo comenzó en las cosas pequeñas. En la sonrisa.. En la oración antes de dormir. En la amistad con Jesús”.
“La Eucaristía es mi autopista hacia el Cielo”.
Y quizá, antes de eso, fue una niñera polaca quien le mostró el primer camino hasta allí.