Se necesita mucha pasión para ser un gran pecador. Pero se necesita aún más pasión —y una buena dosis de valentía— para amar de verdad. María Magdalena vivió ambas realidades.
La Iglesia la honra como santa porque permitió que el poder del amor misericordioso de Dios invadiera lo más profundo de su corazón herido y lo transformara. De hecho, tiene tanto que enseñarnos que el Papa Francisco elevó su memoria litúrgica al rango de festividad en 2016.
Sabemos que comenzó como una gran pecadora porque San Lucas nos dice que Jesús expulsó de ella siete demonios (Lc 8,2). San Gregorio Magno interpretó que estos siete demonios representaban los siete pecados capitales, es decir, todo tipo imaginable de pecado.
Sin embargo, una vez que experimentó el amor sanador de Cristo, María Magdalena se convirtió, posiblemente, en la persona que más ha amado en toda la historia, solo después de Jesús y su Madre María.
Basta con mirar el Evangelio de San Juan, que relata, primero, que María Magdalena fue una de las pocas que permaneció al pie de la cruz el Viernes Santo. Luego, el Domingo de Resurrección, Juan nos dice: “María se quedó fuera, junto al sepulcro, llorando” (Jn 20,11). El sepulcro estaba vacío, el Cuerpo de Cristo aparentemente robado por sus enemigos.
Está claro que María Magdalena amaba a Jesús, pero el profundo coraje de su amor en ese momento suele pasar desapercibido. A todos nos gusta la idea de amar profundamente a Cristo, incluso de entregar nuestra vida por Él, en respuesta a su muerte salvadora por nosotros.
Algo resuena en lo más hondo del alma ante la idea de tener una relación profunda con Dios, aunque tantas veces dejemos que nuestro corazón se desvíe hacia otras cosas. Pero, ¿cuántos estamos dispuestos a amarle incluso cuando parece que no obtenemos nada a cambio?
María amó tanto a Jesús que se quedó ahí, incluso cuando los demás apóstoles se marcharon del sepulcro vacío.
Sin duda, como todos los discípulos, estaba abrumada por tanto dolor en tan poco tiempo. Pero amaba demasiado a su Señor como para alejarse, incluso cuando parecía que toda esperanza se había perdido, incluso el escaso consuelo de poder ungir su cuerpo como correspondía para el entierro.
María Magdalena se quedó fuera del sepulcro vacío porque amaba a Jesús por Él mismo, no por lo que pudiera recibir de Él.
Siempre me ha impresionado —y, lo admito, también me ha asustado un poco— la crudeza del amor de María Magdalena. Ella se permitió ser vulnerable en su amor por el Señor, y quizás por eso Él le concedió un lugar tan especial en su corazón.
Porque así es como Él nos ama a cada uno: se deja herir —y hasta matar— en su increíble deseo de estar cerca de nosotros.
María no tuvo miedo de permanecer cuando más dolía el amor, porque estaba dispuesta a sufrir con su Señor, tal como Él había sufrido durante aquellas horas extenuantes apenas tres días antes.
María, llorando en el jardín junto al sepulcro vacío en la mañana de Pascua, es la imagen de un corazón que ama hasta el extremo. Solo después de demostrar que estaba dispuesta a quedarse con Él allí, al otro lado, más allá de todo entendimiento y esperanza humanos, fue que Él se le reveló completamente vivo.
Honramos a Santa María Magdalena porque nos enseña a abrirle el corazón a Cristo. Nos enseña a dejar que Él expulse nuestros demonios, llene nuestras heridas abiertas con su propia presencia.
Que ella nos recuerde, en el día de su fiesta, que el Señor solo permite que seamos heridos para atraernos más hacia Él. Podemos permanecer firmes cuando el amor duele, porque al final, Él nos llenará —como lo hizo con ella— hasta rebosar con la loca alegría de la Resurrección.