Los milagros son obra de Dios que tienen como objetivo confirmar la Palabra del Señor.
Es por esto que en su vida pública Cristo hacía milagros: para confirmar y/o dar a entender su Mensaje de amor a los hombres.
Sin embargo, no debemos quedarnos en el asombro por un hecho sobrenatural, sino apoyar nuestra conversión en esta obra misericordiosa de Dios.
Pongamos como ejemplo un caso de nuestros tiempos: la historia del doctor agnóstico Alexis Carrel, premio Nobel de medicina que en 1903 presenció la curación milagrosa de María Bailly en el Santuario de la Virgen de Lourdes.
El científico vio cómo en media hora, y gracias a tres chorros de agua de la gruta, los signos físicos de la enfermedad de María desaparecieron, a pesar de que la mujer mostraba signos de estar a punto de morir.
Después de muchos años de reflexión, Carrel dejó el agnosticismo y abrazó el catolicismo. Su conversión se debió a que, por más que intentaba explicar científicamente lo que vio, no pudo encontrar otra respuesta que el poder de Dios.
Un dato extra es que María Bailly, después de ser sanada, volvió a su ciudad y se unió a las Hermanas de la Caridad para entregarse a Dios mediante la ayuda a los enfermos.
Los milagros, por más asombrosos que sean, no son para ver a Dios como un hacedor de sanaciones y curaciones; sino para desear y encaminar nuestra vida hacia un objetivo más alto: la salvación eterna.