En estos tiempos muchos hablan de la sanación de las heridas personales como el punto de partida para ser felices. El dolor y el sufrimiento que marcan nuestras vidas a veces dejan marcas difíciles de superar. Como católicos, sabemos que el único que puede realmente reparar nuestro corazón, es aquel que ha dejado expuesto el suyo para que podamos refugiarnos en él: el Corazón de Jesús. 

Se cuenta de San Jerónimo, en un momento de desesperación, perdió la comunión con Dios. Un día vio un crucifijo entre las ramas de un árbol. Cristo crucificado le dijo: «Jerónimo, ¿qué tienes para darme?». El muchacho enumeró todo lo que se le vino a la cabeza: desde las cosas que había hecho bien en ese día, hasta todas las cosas que tenía, pero nada, nada de lo que decía era suficiente. 

Jesús, colgado en esa rama, le seguía preguntando y Jerónimo no daba en el clavo. Después de un rato, el chico, un poco triste, le dijo que todo lo que tenía ya se lo había dado; entonces se hizo un gran silencio y el Señor añadió: «Jerónimo, has olvidado una cosa: dame tus pecados para que te los pueda perdonar».

Sanar nuestras heridas

A veces pensamos que nuestras heridas, nuestros fallos y nuestras debilidades no pueden ser presentadas ante Dios, que seríamos indignos al hacerlo y que ante Él debemos estar siempre limpios. Pero, como a Jerónimo, el Corazón de Jesús nos pide nuestras heridas para poder sanarlas.

En ocasiones no solo es indignidad, también nos cuesta empezar a sanar porque pensamos que, para lograrlo, tendremos que pasar por un periodo de sufrimiento. Saber que nuestro dolor es solamente la punta de un iceberg puede hacernos sentir rechazo de analizar su profundidad. El miedo al sufrimiento nos impide sanar.

El teólogo cisterciense André Louf (1929-2010) escribió en su libro a “Merced de su Gracia”, que:

«Mientras nos opongamos de mil maneras a nuestra debilidad, el poder de Dios no podrá obrar en nosotros. Podemos hacer un esfuerzo para corregir, aunque solo sea un poco nuestra debilidad, pero, de hecho, eso no sirve para nada. Porque la maravilla del poder de Dios y la maravilla de nuestra conversión no están a nuestro alcance. Tratamos de resolver nuestros problemas con buena voluntad y generosidad. Hacemos lo posible para vivir una vida virtuosa y justa. Todo esto dura hasta que amenazamos ruina y estamos al borde de hundirnos. Gracias a Dios, porque sin esto no podríamos convertirnos y permaneceríamos al servicio de nuestras ilusiones, ignorando la verdadera fe, aunque sea tan pequeña como un grano de mostaza».

El primer paso para sanar es reducir la resistencia

Todos podemos tener, en un momento dado, resistencia al cambio que produce la sanación de una herida. Sin embargo, es necesario para nuestra salud emocional, física y espiritual reconciliarnos.

La terapia psicológica por parte de un profesional puede ser clave para encontrar cuáles son las resistencias que nos impiden sanar. Sacarlas a la luz es la mejor manera de reconocerlas y trabajarlas, pero a la vez, es necesario presentarnos con estas heridas ante Jesús para que, con su mano amorosa y desde su corazón, vaya obrando en nuestro interior.

Si crees que necesitas ayuda, considera un psicólogo que comparta tu fe y que te dé herramientas compatibles con el magisterio de la Iglesia. 

Para Manuela Ruíz, una joven psicóloga que acompaña distintos procesos de sanación en jóvenes y adultos, sanar las heridas “debe ser un trabajo combinado tanto de la persona que se abre a trabajar en sus heridas y del amor de Dios que sana. Pero uno no se puede dar sin lo otro, se necesita un trabajo tanto humano como divino”.

No podemos conocer nuestras heridas y debilidades sin conocer al mismo tiempo a Dios.  No antes, ni después, sino en el mismo instante, en una única experiencia de gracia.

Y es que estar heridos, tener cicatrices, ser  frágiles, se opone rotundamente al ideal que nos habíamos trazado. Nos empeñamos en ocultar nuestras heridas, pues estas evidencian nuestra derrota. Pero llega un punto en el que no podemos más y nuestro interior se rompe. ¿Quién puede, ya estando roto, soberbiamente querer aparecer intacto?

Hay que aceptar que tenemos heridas, unas, por nuestros pecados; otras, propias de nuestra humanidad; heridas que no pedimos, heridas que heredamos, incluso tenemos heridas buenas por haber amado.

La herida es el lugar por donde entra la luz

Solo cuando nos reconocemos frágiles, la gracia de Dios viene a nuestras vidas. Él es quien finalmente nos sana, restaura, une y reconcilia haciendo que nuestras heridas adquieran su propia belleza.

El Corazón de Jesús conserva la herida de la lanza que lo atravesó en la cruz, la deja visible en su belleza, para recordarnos cuán humano es estar heridos y cuán necesario es, todos los días, mostrarle a Él esas heridas. Ese deseo de un amor que nos mire, nos sostenga entre sus manos, nos sane, nos salve y haga de nosotros objetos que hagan manifiesta la historia de nuestra vida: sellada y marcada profundamente, como esa herida que nos rompió, por el inmerecido amor de Dios y por las heridas que Él mismo padeció cuando, en su hijo Jesús, se unió a nuestra suerte.

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