La oración es el motor de todo cristiano, lo que nos mueve y nos impulsa a la alegría de comunicar a otros nuestro encuentro con Jesús.

Muchas veces escuchamos a algunos decir que los católicos no sabemos orar y que solo repetimos oraciones que nos sabemos de memoria, desconociendo que éstas han sido inspiradas en la Sagrada Escritura y en las palabras que Jesús pronunció. Al repetirlas vamos disponiendo el corazón para encontrarnos con Dios.

Profundizando en la oración vocal, nos podemos adentrar en la oración del corazón, esa que busca su fuente en el fondo de nuestro ser, más allá de la voluntad, de los afectos e incluso de las técnicas.

Por la oración del corazón buscamos al mismo Dios que habita en nuestro ser y lo encontramos invocando su nombre.

Leyendo el libro “La oración del corazón” de Jean Lafrance, un sacerdote francés, director de ejercicios y retiros, aprendí algunas claves para comenzar a orar con el corazón:

1. La peregrinación al corazón:

Muchas veces solo vivimos. No somos conscientes de lo que llevamos dentro de nosotros mismos. Estamos como adormecidos y dejamos que se apaguen en nuestro corazón las energías del Espíritu. 

«En el Evangelio, Cristo no cesa de repetir que hay que velar y orar, tras la puerta, esperando su vuelta: «velad, estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre» (Mt. 24, 42-44). El hombre así despierto debe aprender a convertirse en vigilante, es decir en un ser que espera pacientemente en silencio, que el rostro de amor de Dios quiere revelarse a los ojos de su corazón». (La oración del corazón. Jean Lafrance)

Es como aprender a sorprender al corazón en oración sin que la razón prepare nuestro diálogo con Dios. Todo esto tiene que ver con abrirnos auténticamente a la conversión. Esta no es una gracia de fuerza, sino de luz, una luz que no podemos fabricar nosotros mismos, se trata de que la aceptemos y nos dispongamos a recibirla esperándola con deseo.

2. Despertar el recuerdo de Dios:

La conversión es una verdadera revolución. Se trata de que el mundo no gire a mi alrededor, sino alrededor de Dios y de los demás.

Por eso la inclinación del corazón del hombre es ofrecerse, amar y buscar a Dios, en una palabra, adorar. Para adorar es necesario haber descubierto el rostro de Dios y sentirse atraído por Él. Para adorar hace falta más que la visión, hace falta el amor, darnos a Dios.

«En vez de ofrecer un día perfecto (¿qué significa eso?) ofrecemos un día lamentable, ¿qué importa, con tal que se ofrezca? Dios puede hacer lo que quiera del menor instante de nuestra vida si nosotros estamos decididos a ofrecérselo tal como es. Para liberarnos de todos nuestros complejos, lo más sencillo es darlos tal como son, sin tratar de librarse de ellos antes. Los que se acicalan antes de presentarse a Dios, parecen como si no quisieran darle todo, sino lo más hermoso, aunque sea precisamente lo feo lo que desea curarle Cristo». (La oración del corazón. Jean Lafrance)

3. La oración continua

Cuanto más avanzamos en la vida de oración más nos damos cuenta de lo importante que es perseverar. Esta perseverancia está ligada íntimamente a la fe y a la confianza. Muchas veces oramos con perseverancia, pero ponemos demasiado la confianza en nuestras fuerzas y nuestras esperanzas se centran en obtener resultados. Ponemos nuestra seguridad no en Dios sino en nuestros métodos.

Para alcanzar la oración constante es necesario desprendernos. El combate que supone nuestra búsqueda o nuestra huida de Dios se encuentra en la intención que anima nuestro corazón y esta intención se debe centrar en buscar solo a Dios.

4. La oración ininterrumpida

«Cuando el hombre ha adquirido la costumbre de acudir a Dios en todas sus cosas, para presentarle sus peticiones o para bendecirle en la acción de gracias, entra en un estado de oración incesante. Ha liberado en él su corazón de oración y se sorprende al ver cómo esta oración nace de su interior sin darse cuenta» (La oración del corazón. Jean Lafrance).

En otras palabras, es la unificación de nuestro corazón con Dios, vivir desde nuestro centro, que ilumina e irradia todos nuestros sentidos, acciones y facultades. Parece que algo se eleva de las profundidades de nuestro ser, una energía íntima o una fuente de luz que irradia su propio brillo. Mientras más me uno con Jesús, más me lleno de su presencia

5. El verdadero amor

A menudo nos repiten que deberíamos hacer un esfuerzo para amar a los demás o para vencer una antipatía, y por eso hemos llegado a creer que el amor al prójimo depende de nuestra buena voluntad. Es cierto, el amor exige una actividad por nuestra parte, pero tiene que situarse en las profundidades de nuestro corazón, allí donde el amor ha sido derramado por el Espíritu Santo.

«Pasa con el amor al prójimo lo mismo que con la oración; mientras intentemos hacer que nazca fuera, con el esfuerzo de la inteligencia o de la voluntad, fracasaremos lamentablemente. Este amor no es una virtud moral. Antes de amar a Dios y a los hermanos, hay que vivir la realidad de que Dios me ama. Se trata de un amor recibido, es la vida del resucitado derramada en nuestros corazones». (La oración del corazón. Jean Lafrance)
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