Para muchos en aquel entonces la entrada de Cristo a Jerusalén, sentado en un asno, acompañado de un séquito con palmas, y llamado “Hijo de David”, era el triunfo sobre los fariseos, la llegada del Gran Salvador que instauraría al pueblo judío como el único en el mundo. Pero realmente no fue así, o por lo menos no como pensaban.

Para algunos de nosotros, los cristianos, el Domingo de Ramos es el recordar que Él es Nuestro Rey, y que pronto pasará por calamidades injustas por amor. Sin embargo, si se toma en cuenta al Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), estaríamos perdiendo de vista algo esencial.

El CIC, en su numeral 560, dice:

“La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la gran Semana Santa”.

El Domingo de Ramos, la entrada de Cristo a Jerusalén, no es el triunfo ni la celebración de este. Es el inicio de aquello que la Pasión que lo “volvió” Rey, aquella que lo coronaría como nuestro Mesías Salvador.

La salvación, entonces, no estaba en su llegada a Jerusalén, sino en lo que haría ahí: someterse ante un juicio injusto, ser azotado, coronado con espinas, cargar con su cruz, subir al Gólgota para morir crucificado.

Asimismo, todo este sufrimiento tiene un sentido, la Resurrección. El Domingo de Resurrección es el día de alabar a Dios y celebrar La Gran Victoria. Es con la Resurrección que se nos da la tan ansiada Salvación.

Oremos a Dios en agradecimiento por el amor que nos tuvo en su Pasión, y vivamos esta próxima Semana Santa recordando su sufrimiento, pero también, su gloriosa Resurrección.       

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