La oración de San Bernardo a la Virgen que rescató a San Francisco de Sales de la depresión
¡La oración a la Virgen de San Bernardo es asombrosa! Aunque parezca increíble, San Francisco de Sales sufrió de depresión durante una parte de su vida, pero encontró una solución en esta oración a la Virgen.
Pensamiento constante de condenación
San Francisco de Sales quien, siendo muy joven, comenzó a tener el pensamiento constante y fastidioso de que se iba a condenar, que se tenía que ir al infierno para siempre.
Por más que intentaba pensar en otra cosa, esa nefasta idea se le clavaba cada vez más en su mente y no lograba apartarla de allí.
Llegó a perder el apetito y común que pasara muchas noches en vela. Todo esto le llevó a adelgazar demasiado y temía llegar a enloquecer.
Lo que más le atemorizaba no eran los demás sufrimientos del infierno, sino que allí no podría amar a Dios.
El primer remedio que encontró fue decirle al Señor esta oración que le devolvía gran parte de paz a su alma:
“Oh mi Dios, por tu infinita Justicia tengo que irme al infierno para siempre, concédeme que allí yo pueda seguirte amando. No me interesa que me mandes todos los suplicios que quieras, con tal de que me permitas seguirte amando siempre”.
La ayuda de San Bernardo
Pero el remedio definitivo, que le consiguió que esta tentación jamás volviese a molestarle fue al entrar a la Iglesia de San Esteban en París, y arrodillarse ante una imagen de la Santísima Virgen y rezarle la oración de San Bernardo:
“Acuérdate, Oh piadosísima Virgen María,
que jamás se oyó decir que hayas abandonado
a ninguno de cuantos han acudido a tu amparo,
implorando tu protección y reclamado tu auxilio.
Animado con esta confianza, también yo acudo a ti,
Virgen de las vírgenes, y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante tu soberana presencia.
No desprecies mis súplicas, Madre del Verbo,
antes bien, óyelas y acógelas benignamente. Amén.”
Al terminar de rezar esta oración, milagrosamente desaparecieron todos sus pensamientos de tristeza y de desesperación, y en vez de los amargos convencimientos de que se iba a condenar, le vino la seguridad de que “Dios envió al mundo a su Hijo no para condenarlo, sino para que los pecadores se salven por medio de Él. Y el que cree no será condenado” (Juan 3,17).
Esta prueba le sirvió mucho para curarse de su orgullo y también para saber comprender a las personas en crisis y tratarlas con bondad.